Los jardines de las Barquín está dentro del Museo Fernández Blanco, en el barrio de RetiroLos jardines de las Barquín está dentro del Museo Fernández Blanco, en el barrio de Retiro

El restaurante con un patio de la época colonial que abrió en la intimidad de un museo porteño

2025/11/20 17:00

“Es un oasis en la ciudad, un jardín florecido de la época colonial, una cápsula donde se detuvo el tiempo”. Así describe Germán Sitz a su restaurante Los jardines de las Barquín, en la intimidad del Museo Fernández Blanco, en la zona más coqueta del barrio de Retiro. La vieja casona fue habitada por un gobernador, una condesa, un chocolatero y por embajadores de Estados Unidos. “Acá podes recuperar el ritual de sentarte, apagar el celular y charlar”, agrega Sitz.

El jardín inspira y es encantador. Vecinos, turistas y curiosos se dejan ver entre verbenas y camelias, trepadoras y un policromático arcoíris floral. Distintas aves buscan la sombra de esta arboleda. “Entrás y te abstraés de los ruidos de la ciudad”, dice Sitz.

El patio del Museo Fernández Blanco

Muchas historias sobrevuelan este solar. Una de ellas es cómo se conoció este rincón de la ciudad: se llamó Paraje San Sebastián en los tiempos en donde Juan de Garay fundó la ciudad. “Esto era puro campo”, dice Sitz.

Cuesta imaginar aquella Buenos Aires rural y apartada. Pero en el jardín ese ejercicio se vuelve más fácil: una terraza amplia en damero, la glamorosa fuente, las altas paredes invadidas por plantas y flores, es el epítome de los primeros años de la gran aldea porteña. El estilo español y virreinal de la mansión también ayudan a transportarse en el tiempo. En medio del jardín, una pérgola vidriada, el propio restaurante y mesas alejadas unas de otras. La belleza aromática es altiva. “En lugares como esto, se busca una experiencia inolvidable”, dice Sitz.

“Para mí la mesa es un lugar cultural impresionante”, reflexiona Sitz. Sobre ella elige pensar un regreso a una versión anterior de la humanidad. “Estamos tan conectados que es cada vez más difícil relacionarse”, cuenta Sitz.

Germán Sitz

Entre la refrescante y primaveral vegetación, contempla la privilegiada situación. Los comensales están muy apartados entre sí, dialogando. “En estas mesas se frena el tiempo, volvemos a otro ritmo, queremos oír al otro, y también contar lo que nos pasa, cada vez son más escasos estos momentos y lugares”, afirma.

No es un advenedizo en gastronomía. Está a cargo de Niño Gordo, José el carnicero, La Carnicería y Paquito, muchos de ellos en la calle Thames. Nació en Rivera, un pueblo en el lejano oeste bonaerense, bajo el imperio del Meridiano V, ese Ecuador vertical que separa el límite indescifrable entre La Pampa y Buenos Aires. Aprendió a cocinar en el campo familiar, en las casillas en épocas de cosecha.

“Aprendí de mi padre el amor por cocinar”, recuerda. Para Sitz la cocina y la comida son encuentro, disfrute y charla. No las concibe de otra manera. Al terminar el colegio secundario llegó a la ciudad de Buenos Aires y estudió cocina en la escuela del Gato Dumas. “Me la pasaba mirando a Karlos Arguiñano”, agrega. Lo demás fue una vorágine: hace once años que abrió Niño Gordo y en todos sus restaurantes se repite un guion: el acuerdo de poder sentarse y conversar.

El diseño del menú

Las flores están presentes en todas partes, son fulgurantes y se ven en arreglos en el centro de las mesas y en cada plato. Se pueden comer la salvia guaranítica y la trepadora, ambas de tonos violáceos. Las pentas, alissum, las doradas oxalis y las electrizantes calliandrias, también se incluyen en el menú las camelias, la flor del palo borracho y el lemongrass, verbenas, copetes y tacos de reina.

“La flor te marca el color de la carta”, afirma Sitz. A la hora de diseñar el menú, las opciones eran varias pero se decidió por oír el entorno. Las paredes de la vieja mansión, las galerías y el jardín le dieron una pista: “Quisimos reafirmar el concepto de la Argentina como granero del mundo”, sostiene.

La casa donde hoy está el Museo Fernández Blanco es de 1920, y entendió que era justo contar esa historia.

Uno de los platos con flores que ofrece el restaurante

Entonces los granos son protagonistas, pero de un modo amable y creativo. Empanadas de harina de centeno rellenas con brócolis, risotto de cebada, milanesa apanada con un blend de cereales, albóndiga de porotos con arroz y putanesca. O quizás un kebbe de pollo. La estrella en estos días primaverales es el chimichurri de flores que obliga a abrir los sentidos hacia una experiencia inédita.

“Estás en el corazón de la ciudad, pero también te sentís retirado”, afirma Sitz. La palabra retiro no es dicha por azar. Aquí nació el modo de nombrar a un barrio que nació en la periferia de la ciudad, a las orillas del río de la Plata, en tierra de quintas y baldías, este retiro tiene historias que aploman el restaurante y lo vuelven fascinante. “Yo creo que las personas que vienen necesitan eso: estar retiradas”, agrega.

Un plato del Jardín de las Barquín

¿Quiénes fueron las Barquín? Para llegar a ellas es necesario desplegar parte de la historia de la ciudad de Buenos Aires. En 1580 Juan de Garay la funda y la divide en “suertes” o “estancias”. Según el Director de la Asociación de Amigos del Museo Fernández Blanco, Walter D’Aloia Criado, los terrenos donde se asientan el Museo y el restaurante en 1692 pertenecieron al gobernador Agustín de Robles.

El mandatario fijó aquí su “Retiro”, a la usanza de los reyes europeos, que los tenían como lugar de recreo y descanso. Luego en 1704, pasó a manos de Miguel de Riglos; en 1718 le remataron el terreno y la casa, de ser un lugar de recreación pasó a ser la sede la Compañía Inglesa del Mar del Sur de trata de esclavos. Allí eran depositados los desguarnecidos esclavos africanos luego de un fatigoso y miserable viaje a través del Océano Atlántico.

El patio colonial del museo

Pasó por varias manos hasta que en 1804 llegó a la condesa de Torre Tagle de Trasssiera, sus seis sobrinas eran las Barquín. Hijas de su hermana casada con Manuel Barquín. “Los jóvenes porteños se las disputaban, festejándolas echándoles piropos”, comenta D’Aloia Criado.

Tanto fue así que hasta le dedicaron una canción que fue muy conocida en la época. Todo esto sucedía en tertulias donde no faltaban los mates de plata y los licores importados. También acaloradas discusiones entre realistas y patriotas.

“El de los chocolates”, dice Sitz. Se refiere al último propietario de la mansión y quien la construyó tal cual está en la actualidad. Hasta fines de los años 30 la familia Noel, que había hecho una fortuna con su chocolatería, habitó la mansión. Luego le alquilaron la mansión a Estados Unidos para que vivieron sus embajadores. La historia termina con el Museo Fernández Blanco, donde se expone la colección de arte virreinal más importante de la Argentina.

“Es una burbuja de tranquilidad”, sintetiza Sitz. La idea es afortunada. A metros de la puerta de entrada se vislumbra la Avenida del Libertador, y la estación de trenes de Retiro. También la atildada plaza San Martín con los cientos de trabajadores que la eligen para almorzar, y la coqueta calle Arroyo. El bullicio pierde estímulo en el colonial jardín. “Estar acá es como entrar a un túnel del tiempo”, resume Sitz.

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