En la Argentina existe una contradicción estructural que pocas veces se discute con honestidad: exigimos más empleo formal, mayor competitividad y un En la Argentina existe una contradicción estructural que pocas veces se discute con honestidad: exigimos más empleo formal, mayor competitividad y un

Un anacronismo que frena la creación de empleo

2025/11/22 11:00

En la Argentina existe una contradicción estructural que pocas veces se discute con honestidad: exigimos más empleo formal, mayor competitividad y un país verdaderamente federal, pero sostenemos un régimen de negociación colectiva diseñado para un país que ya no existe. La ley 14.250, sancionada en 1953, se ha convertido en un obstáculo jurídico, económico e institucional que impide avanzar hacia un mercado laboral moderno, equilibrado y compatible con el desarrollo regional.

El problema no es la negociación colectiva como herramienta en sí misma, sino la forma rígida y centralizada que adoptó nuestro sistema. Dos mecanismos contenidos en la ley –la aplicación obligatoria de convenios colectivos a quienes no fueron parte en la negociación y la ultraactividad indefinida de normas ya vencidas– generan efectos regresivos que vulneran derechos constitucionales, como el derecho de propiedad, y perjudican especialmente a las pymes y a las economías del interior.

La primera distorsión es evidente: un empleador que nunca participó de la mesa paritaria ni está afiliado a las cámaras firmantes queda obligado a cumplir reglas pactadas por terceros, como si hubiera prestado consentimiento. Este esquema desconoce principios elementales del derecho constitucional (de igualdad y de propiedad), imponiéndole una carga a un empleador que no está en condiciones de cumplirla, y principios rectores del derecho privado, entre ellos la autonomía de la voluntad y el carácter bilateral de todo acuerdo. En términos constitucionales, implica afectar el derecho de propiedad y la libertad de contratar. La ley obliga a asumir costos laborales estructurados para empresas de gran escala y alta productividad, aunque quien deba cumplirlos sea una pequeña unidad económica de una provincia con realidades totalmente distintas.

La segunda distorsión –la ultraactividad– congela convenios por tiempo indeterminado, aun cuando hayan sido diseñados para realidades económicas y productivas que ya no existen. El resultado es un congelamiento que impide adaptar las reglas laborales a los ciclos económicos, a la evolución tecnológica y a la situación de cada región. La negociación colectiva deja de ser negociación para convertirse en un esquema normativo fósil.

Estas rigideces tienen efectos muy concretos. Quienes más sufren son las pymes, que constituyen la mayor parte del entramado productivo argentino. En localidades del interior, cumplir convenios diseñados para el AMBA se vuelve directamente imposible. Frente a esa imposibilidad, muchos pequeños empleadores recurren a la informalidad o a la registración parcial para sobrevivir. No es por voluntad de incumplir, sino porque el sistema está construido para otra escala. Es paradójico: la ley que pretende proteger al trabajador termina excluyendo a miles de ellos del mercado formal.

Pero el problema no es solo económico: es institucional. La centralización absoluta de la negociación colectiva constituye una anomalía dentro de un país federal. Las provincias tienen competencias para promover el desarrollo local, pero carecen de poder para adecuar las condiciones laborales a sus propias realidades. El Ministerio de Trabajo de la Nación homologa convenios que luego deben aplicarse en todo el territorio, incluso en actividades estrictamente provinciales. El resultado es un federalismo desbalanceado: la Nación decide, las provincias pagan el costo y las economías regionales pierden competitividad.

En países federales con sistemas legales modernos, la negociación colectiva suele ser descentralizada: por región, por sector local o incluso por empresa. Ese modelo permite preservar derechos laborales sin desconocer las diferencias productivas. La rigidez argentina, en cambio, premia a los actores más fuertes –grandes sindicatos y grandes empresas– y castiga a quienes no están sentados a la mesa paritaria.

Por todo ello es necesario plantear una reforma integral del régimen. Limitar la ultraactividad, permitir que los convenios apliquen solo a quienes efectivamente los negocian, habilitar acuerdos por zona o empresa y dar a las provincias un rol real en la homologación son pasos indispensables para recuperar coherencia constitucional y promover empleo genuino.

Defender la negociación colectiva no implica defender este modelo. Implica construir uno nuevo: moderno, flexible, representativo y federal. Persistir con la estructura actual equivale a sostener un sistema que genera informalidad, desalienta la inversión y la creación de empleo, distorsiona la competencia y debilita el desarrollo económico del interior. La reforma ya no es una opción: es una necesidad impostergable si aspiramos a un país más justo y productivo.

Abogado

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