Sobre la traducción se ha escrito, pensado y debatido mucho. De la literatlidad y la interpretación a las versiones mejores y peores logradas. ¿Qué es una buena traducción? En este caso, las palabras quedan bastante al margen: lo que se traslada aquí, lo que se muda, parte del sonido y va hacia la imagen. Hay un cambio de sentido, de percepción.
“Vamos a hacer un esfuerzo imaginativo”, dice la curadora y así, de buenas a primeras, lo que en el comienzo podía estar teñido de un cierto escepticismo que a veces puede provocar el arte contemporáneo de pronto se convierte en un desafío. “Se trata de evocar el sonido que está en el origen de cada obra”, sigue Benedetta Casini, de pie, en una de las salas del Parque de la Música Ennio Morricone -con ese nombre, y en plena Roma, cabe evocar otra cosa primero, tal vez un fragmento de Cinema Paradiso-. Se inauguraba así el viernes pasado la última de las exposiciones de Bienalsur en la Ciudad Eterna bajo el paraguas conceptual de “Invocaciones”: Un sonido en el fondo del oído. Tan en el fondo del oído, vale la pena subrayar, que excepto por una de las seis instalaciones que integran la muestra no se escuchó esa tarde casi nada más que el murmullo de los invitados.
Una escala musical alzada arquitectónicamente con rollos de pianola mecánica se dispone contra una pared (Finis, de Jacopo Mazzonelli); una naturaleza muerta construida con tapones de goma espuma, de esos que se usan para aislarse de los ruidos, despereza sus ramas a un metro del suelo (Ginestra, de Andreas Zampella); lo que parecen imágenes abstractas sobre una serie de banderas es la representación de la voz del artista Friedrich Andreoni haciendo una insitente declaración: I was so wrong; finalmente, en un fotograma de 2001: Odisea del espacio que se imprime sobre un televisor se ha borrado también la imagen y solo se puede leer sobre el negro de la pantalla la leyenda sound of air rushing in. Hasta aquí todas obras mudas sobre el sonido.
Pero no solo la percepción sino la dinámica cambia por completo del otro lado de un grueso y oscuro cortinado. Con el paso a la segunda sala, aparece la Cascada de Marc Vilanova que se vio en el Museo Isaac Fernández Blanco de Buenos Aires, hace un par de años. Y vuelve a hacer vibrar sobre una lluvia de fibra óptica registros de infrasonidos tomados directamente del ambiente natural de distintas cataratas del mundo (Iguazú, Niágara, Montmorency). Enciende un espíritu lúdico, llama a la acción: ahora todos quieren tocar.
A su lado, está la representación más clara del sistema de traducción al que nos referíamos inicialmente. Decir casi lo mismo, video instalación de la argentina Lihuel González, pone en diálogo a un director de orquesta con una bailarina, en una conversación como la que tantas veces vimos, entre el foso y el escenario, excepto por un detalle: aquí falta la música.
“Me encanta ir a escuchar orquestas -dice la artista-. En esos conciertos me quedo completamente hipnotizada por lxs directores y sus movimientos me parecen magia. Son como una danza en código, que hace que todo lo sonoro suceda”.
Durante poco más de nueve minutos, el hombre que empuña la batuta despliega la típica gestualidad (primero se arremanga, confirma con una alzada de cejas que estén todos listos); la mujer decodifica con un leve estiramiento del torso que es momento de comenzar la improvisación. El instrumento es su propio cuerpo y ejecuta las indicaciones casi sin abandonar el espacio que ocuparía una baldosa. Entre ellos pareciera entablarse una comunicación, no obstante, es difícil eludir el mensaje: ¿qué viaja de Carlos a Verónica? ¿cuál es esa sinfonía clásica, o el recuerdo de aquella, que él tiene en la cabeza? Si se tratara de la Novena de Beethoven, ¿no tendría que estar despeinándose como el enérgico Dudamel? Hacia el final, se enfatiza un carácter de sigilo. Ella pone el índice en su boca mientras se acuclilla. Pareciera querer recordarnos que el sonido es, finalmente, un espíritu en esta invocación.


