María Amparo Casar es una mujer valiente, inteligente y profundamente comprometida con una causa que resulta esencial para la salud democrática de nuestra sociedad: el combate frontal a la corrupción.
Su trayectoria pública y académica da cuenta de una vida dedicada al análisis crítico del poder y a la defensa de principios éticos irrenunciables.
No se trata solo de una postura intelectual, sino de un compromiso cívico sostenido en el tiempo.
En contextos adversos, su voz ha sido firme y consistente. Esa valentía tiene un costo, pero también un enorme valor público. Gracias a personas como ella, la corrupción no se normaliza ni se invisibiliza.
Como integrante del Consejo Asesor —un órgano honorífico, consultivo y sin facultades de decisión sustantiva o administrativa— he podido constatar de primera mano la seriedad y el rigor con los que trabaja el equipo de Mexicanos Unidos contra la Corrupción y la Impunidad.
Se trata de un trabajo metodológicamente sólido, sustentado en evidencia, análisis jurídico y responsabilidad institucional. No hay improvisación ni ligereza en sus investigaciones.
Cada informe refleja un cuidado extremo por la veracidad y la precisión. Esa forma de actuar explica la credibilidad que la organización ha ganado en amplios sectores de la sociedad mexicana y en el ámbito internacional.
También explica, lamentablemente, las reacciones que ha suscitado desde el poder.
El acoso jurídico impulsado desde instancias de gobierno en contra de María Amparo Casar no solo amenaza su libertad personal, sino que constituye un mensaje intimidatorio dirigido a muchas otras personas.
Se busca amedrentar a quienes critican, investigan o escrutan el ejercicio del poder público en el país. No es solamente un amago y una amenaza individual, sino un acto con la intención de generar efectos colectivos. La pretensión es clara: elevar los costos de la crítica.
Cuando el derecho se utiliza para silenciar voces incómodas, se deteriora el espacio democrático. El miedo sustituye al debate y la intimidación reemplaza a la razón pública.
Estamos frente a un ejemplo clásico de cómo —cuando lo logra porque se impone y porque no se opone resistencia desde la sociedad— el poder somete y utiliza al derecho como instrumento de control.
El derecho deja de ser un límite y se convierte en una herramienta funcional a intereses políticos. Este fenómeno no es nuevo y ha sido ampliamente documentado en la teoría jurídica y constitucional.
Yo mismo he trabajado este tema a propósito de otros casos, en análisis publicados por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
En todos ellos se repite el mismo patrón: la forma jurídica encubre una lógica autoritaria. El problema no es técnico, sino profundamente político y normativo.
El uso del derecho penal como estrategia de presión es una práctica autoritaria que resulta inaceptable en un Estado constitucional.
El derecho penal debe ser siempre mínimo y excepcional, reservado para conductas verdaderamente graves.
Cuando se instrumentaliza para castigar la crítica o la disidencia, se pervierte su sentido. Se transforma en un mecanismo de disciplinamiento social.
Esto erosiona la confianza en las instituciones y debilita el Estado de derecho.
Defender el carácter limitado del derecho penal es, en última instancia, defender la libertad.

