El 18 de diciembre de 2025, la Casa Blanca publicó una orden ejecutiva y una fact sheet que vuelven a condensar la política espacial estadounidense en dos fechas: 2028 para “retornar a la Luna” y 2030 para “establecer elementos iniciales” de un puesto avanzado lunar permanente. La decisión recupera una lógica que en Estados Unidos suele reaparecer en ciclos: cuando el tablero internacional se tensa, el espacio deja de ser un capítulo sectorial y vuelve a operar como síntesis de estrategia nacional.
La orden ejecutiva “Ensuring American Space Superiority” define, en primer término, un objetivo de exploración: retornar a la Luna en 2028 mediante Artemis y comenzar la construcción de una presencia permanente con “elementos iniciales” de un outpost lunar en 2030. En paralelo, fija prioridades de economía espacial: atraer al menos US$ 50.000 millones adicionales de inversión en mercados espaciales hacia 2028, aumentar la cadencia de lanzamientos y habilitar un reemplazo comercial de la Estación Espacial Internacional para 2030.
El texto también incorpora un componente de seguridad: detección y respuesta frente a amenazas desde órbitas bajas hasta el espacio cislunar, y demostraciones de tecnologías de defensa antimisiles para 2028. Finalmente, introduce un capítulo energético: despliegue de reactores nucleares en órbita y en la superficie lunar, con un reactor lunar “listo para lanzamiento” en 2030.
La parte operativa contiene señales para el ecosistema industrial: plazos de 60, 90 y 120 días para lineamientos y planes, más revisiones de programas de adquisiciones que superen umbrales de atraso o sobrecosto (30%). El mensaje es doble: acelerar y, al mismo tiempo, auditar.
La comparación inevitable remite a 1961. A comienzos de esa década, la política espacial estadounidense se leyó a la luz de una secuencia de hechos: el impacto del Sputnik (1957), el primer vuelo humano soviético con Yuri Gagarin (abril de 1961) y el clima de crisis que siguió a Bahía de Cochinos. En ese contexto, John F. Kennedy concluyó que el alunizaje era un desafío con chances reales de “ganarse” antes que la Unión Soviética y lo formalizó ante el Congreso como meta “antes de que termine la década”.
El resultado fue un programa de movilización tecnológica e industrial sin equivalentes en tiempos de paz. NASA recuerda que la decisión comprometió recursos y organización nacional durante años y que el objetivo se cumplió el 20 de julio de 1969, cuando Apollo 11 llegó a la superficie lunar. El cierre de ese ciclo también tuvo fecha: Apollo 17, en diciembre de 1972, fue el último alunizaje tripulado del programa.
En términos económicos, Apollo implicó un salto presupuestario difícil de replicar. En la etapa de máximo esfuerzo, el presupuesto de NASA llegó a representar alrededor de 4% del gasto federal (mediados de los años sesenta), y el gasto total del programa se ubicó en decenas de miles de millones de dólares de época, con estimaciones ampliamente citadas sobre su equivalencia en valores actuales. La Luna, entonces, fue un objetivo técnico y, a la vez, una pieza de persuasión global.
Los documentos de 2025 colocan de nuevo a la Luna en el centro, pero con un entorno distinto. La rivalidad ya no es estrictamente bipolar y el componente comercial forma parte del diseño desde el inicio. La orden ejecutiva integra economía, defensa, infraestructura y regulación (incluida la cuestión del espectro) como un mismo paquete político.
En paralelo, la competencia internacional tiene nombres explícitos en el debate público. China sostiene como objetivo un alunizaje tripulado antes de 2030 y trabaja en arquitectura y pruebas asociadas, según reportes y análisis recientes. Además, el proyecto de una base lunar internacional liderada por China y Rusia incluye discusiones sobre abastecimiento energético, incluso con componentes nucleares, según información difundida en 2025. En ese marco, el “2028” estadounidense funciona como ancla temporal: busca mantener la iniciativa simbólica y operativa antes del umbral chino.
En lo estrictamente programático, Artemis ya tiene una hoja de ruta pública: NASA describe Artemis III como el regreso tripulado a la superficie, con foco en la región del polo sur lunar, y lo ubica “a mediados de 2027” en su ficha de misión. La orden ejecutiva, al fijar 2028 como fecha de retorno, se superpone a ese calendario y lo convierte en compromiso de Gobierno, más allá de los deslizamientos típicos de programas complejos.
La historia sugiere que la política espacial se define tanto por objetivos como por restricciones. En los sesenta, el consenso político habilitó un esfuerzo fiscal y productivo extraordinario. Hoy, la escala presupuestaria luce distinta: el propio registro de presupuestos de NASA muestra que la agencia representa una fracción muy menor del gasto federal en comparación con la era Apollo.
A esa diferencia se suma una tensión contemporánea: la ambición de acelerar convive con debates de austeridad y reorganización. En la cobertura de la semana de publicación de la orden, Reuters consignó recortes de personal y discusión presupuestaria para NASA, además de un énfasis en eficiencia y coordinación desde la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca. La orden, por su parte, explicita que los planes deben presentarse “dentro del financiamiento disponible” y exige identificar brechas tecnológicas, de cadena de suministro y de capacidad industrial.
Ese punto enlaza con la transformación estructural del sector: Apollo descansó en un esquema predominantemente estatal; la nueva etapa combina NASA, defensa y un entramado de contratistas y operadores privados. La orden refuerza instrumentos típicos de este ciclo: mayor cadencia de lanzamientos, infraestructura, contratos y modelos “como servicio”, además de una revisión dura de programas que excedan parámetros de costo y cronograma.
En 1969, la Luna fue una demostración de capacidad. En 2025, los documentos incorporan, además, la idea de “desarrollo económico lunar” y estándares para operar en el entorno cislunar. Esto enlaza con una agenda técnica concreta: sitios con iluminación favorable, acceso a volátiles en regiones permanentemente en sombra y logística para estadías prolongadas. Un informe de NASA sobre presencia sostenida describe la evolución hacia un campamento base y el rol de infraestructura orbital y de superficie para habilitar continuidad operativa.
Esa transición modifica la naturaleza del éxito. Apollo se medía por una foto histórica y un regreso seguro; una presencia permanente se mide por cadenas de suministro, energía, comunicaciones, movilidad, normas y costos recurrentes. La orden ejecutiva, al incluir inversión privada, reemplazo comercial de la estación espacial y energía nuclear, define la Luna como un capítulo de política industrial y de seguridad ampliada.
En esa lectura, el paralelismo con Kennedy es menos una repetición que un espejo. Ayer, la Casa Blanca ordenó recursos para “ganar una carrera”. Hoy, fija fechas para sostener liderazgo en un ecosistema donde el poder se expresa en capacidades duales (civiles y de defensa), propiedad intelectual, infraestructura y escala productiva. La Luna vuelve a ser escenario, pero el guion ya no se reduce a plantar una bandera: se trata de permanecer.
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