La escena geopolítica internacional vuelve a dar muestras de un cinismo profundo. El llamado “plan de paz” que Estados Unidos y Rusia habrían estado perfilando para terminar la guerra en Ucrania —presentado como un acuerdo pragmático y realista- parece más bien una reedición moderna del viejo arte de sacrificar al aliado más débil en nombre de una estabilidad ficticia.
Nada más oportuno que recordar, ante semejante bochorno diplomático, el Memorándum de Budapest de 1994, aquel compromiso solemnemente firmado por Washington, Londres y Moscú, que garantizaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de que este país entregara el tercer arsenal nuclear más grande del mundo.
Hoy, 30 años después, esos compromisos parecen papel mojado.
En los círculos diplomáticos se habla con insistencia de una “solución rápida” que pondría fin al conflicto, pero el precio que esa rapidez exige es desproporcionado: aceptar de facto la partición territorial de Ucrania, legitimar los hechos consumados por Moscú y, en el fondo, reconocer la impotencia de Occidente frente a una agresión flagrante.
Que Estados Unidos participe en la negociación sin exigir el pleno restablecimiento de las fronteras ucranianas plantea una pregunta inquietante: como planteé a principios de 2025 en otro artículo también en este prestigioso medio: ¿se está usando a Ucrania como ficha de negociación para resolver otros tableros más importantes para Washington?
El razonamiento no es descabellado. Sin ningún atisbo de dudas, podría verse en esta diplomacia acelerada una estrategia transaccional: resolver rápidamente la guerra en Europa del Este a cambio de concesiones en escenarios geopolíticos más prioritarios para Estados Unidos, como Venezuela, Siria o Irán. A fin de cuentas, desarticular —o al menos fracturar— la asociación estratégica entre Rusia y varios actores del Medio Oriente y particularmente en Venezuela, la principal productora de petróleo fuera del Golfo Pérsico, sería un objetivo atractivo para cualquier administración estadounidense.
Pero esta lógica supone un gravísimo error: creer que se puede “compensar” la pérdida estratégica de Ucrania con ganancias en otros frentes.
No solo sería una violación moral flagrante del espíritu del Memorándum de Budapest de 1994, sino también una demostración de que las “garantías de seguridad” ofrecidas por Occidente son perfectamente prescindibles cuando se vuelven incómodas.
Si un acuerdo así se concreta, Europa quedaría expuesta a una erosión profunda de su seguridad. El mensaje para los países del Báltico, Polonia o Moldavia sería inequívoco: los compromisos occidentales no son inquebrantables, sino negociables. Y peor aún: la estrategia rusa de modificar fronteras por la fuerza, funciona.
En ese contexto, como advertí también en otro artículo, cualquier victoria táctica a corto plazo para Estados Unidos podría transformarse en un boomerang geopolítico. Un precedente de esta magnitud alimentaría la audacia de Moscú y reforzaría la narrativa de Pekín sobre el declive de la fiabilidad occidental, con consecuencias directas en el Indo-Pacífico.
Europa observa este proceso con una mezcla de desconcierto y resignación. Si Washington prioriza sus propios intereses globales y Moscú marca el ritmo de la negociación, el Viejo Continente queda reducido a un actor secundario en un conflicto que ocurre en su propio territorio estratégico.
A pesar de las declaraciones públicas sobre la importancia de la soberanía ucraniana, la tentación de “congelar” la guerra sin resolver sus causas profundas está ganando terreno.
Pero una paz mal negociada no es paz: es un armisticio envenenado, una invitación a nuevos conflictos y una derrota moral para el orden internacional basado en reglas.
En 1994, en Budapest, Ucrania aceptó confiar en las garantías de las grandes potencias.
Si en 2025 se le obliga a tragar un acuerdo que consagre su mutilación territorial, Occidente no solo traicionará esa confianza, sino que enviará al mundo entero un mensaje devastador: renunciar a las armas nucleares te convierte en presa fácil.
Esa señal, en pleno siglo XXI, cuando proliferan tensiones en Asia, Medio Oriente y África, es un regalo estratégico para los regímenes más agresivos y una condena para la seguridad global.
El “bochornoso plan de paz” que parece perfilarse no es un acuerdo, sino una claudicación: una retirada moral, una estrategia de conveniencia y un error histórico que Occidente podría pagar durante décadas.
Si Ucrania es abandonada en el altar del pragmatismo geopolítico, no solo perderá territorio.
Perderá —perderemos— algo más irrecuperable: la credibilidad del sistema internacional que prometió protegerla.


