El centro porteño siempre fue una zona que bullía: el tránsito, los peatones, las marquesinas, la peatonal Florida, los cines de Lavalle, el Obelisco... Pero desde hace años la opacidad ha empezado a ganar terreno, y con ella, la inseguridad. Esa situación se acentuó tras la pandemia, que convirtió a la zona primero en un desierto y, luego, en un enclave peligroso, en el que, a partir de cierta hora, emerge la marginalidad. Los oficinistas desaparecen y quedan los recicladores, los que revuelven la basura y los que “ranchean” en esquinas o entradas de entidades bancarias. Los “fisuras”, les dicen.
Desde hace un tiempo se hizo más evidente un modus operandi que mezcla la venta ambulante con tácticas de ofertas coactivas que derivan en insultos, amenazas y acoso directo, y que sirven de fachada, también, para el robo.
Se mueven en grupos de tres. Primero miran por las ventanas de los restaurantes y bares del microcentro. En ese golpe de vista logran visualizar los celulares que los comensales tienen en las mesas. Con la misma rapidez que eligen los objetivos ingresan en los locales y comienzan a arrojar sobre las mesas paquetes con medias, repasadores o pañuelos de papel tissue; los tiran encima de los celulares que haya en las mesas, entre las tazas y los vasos.
Al grito de “¡compré, compre!”, más que pedir, exigen. Sorprendidos por el reclamo y mientras menean las cabezas a modo de no querer nada, los clientes no alcanzan a advertir que esos vendedores, al levantar las medias y los repasadores, se llevaron también su teléfono móvil.
Así, como si fueran pirañas, los descuidistas que se hacen pasar por vendedores se llevaron dos celulares de un conocido restaurante situado en Lavalle, a metros del Obelisco, según pudo saber LA NACION durante una recorrida el jueves pasado.
En la actualidad, los ladrones que se dedican a esta modalidad delictiva −que replican en las veredas, donde abordan especialmente a mujeres con actitudes rayanas a la violencia física y las conminan a comprar o darles plata sin más− constituyen el nuevo azote de los transeúntes y comensales que frecuentan la zona del Obelisco y la city porteña.
LA NACION se comunicó con el Ministerio de Seguridad de la Ciudad para conocer su opinión sobre esta situación, y para obtener información sobre operatividad y detenciones en la zona, pero al cierre de esta edición no había obtenido respuesta.
Al caer el sol, el panorama cambia con la aparición de los ladrones que roban con la misma modalidad, pero que parecen perdidos, con la mirada extraviada, bajo el influjo de sustancias, y que no dudan en aplicar la violencia. Algunos de ellos se juntan en Esmeralda y Diagonal Norte, cerca de los juzgados laborales. No les importa que un efectivo de la Prefectura esté haciendo guardia en la puerta del tribunal.
“Todos los días tengo que sacarlos. Entran en el negocio y hostigan a la gente. También pasó muchas veces que hubo personas que buscaron refugio en el bar porque los vendedores de repasadores y medias les querían robar o los amenazaban para que les compraran”, explicó un mozo de un local gastronómico situado sobre Diagonal Norte.
Según los testimonios obtenidos por LA NACION en sendas recorridas realizadas entre las 17 y las 19 del jueves y el viernes en la zona del Obelisco, los malvivientes que se dedican a robar en esta modalidad vienen de Florencio Varela y Berazategui, en el sur del conurbano, o de Merlo, en el Oeste.
“Compran las mercaderías en Flores o en Once. Como los repasadores y las medias caben en un bolso no les hace falta contar con un depósito donde guardarlos. Todos tienen muchas entradas en comisarías. Los policías los pueden detener únicamente cuando los sorprenden en flagrancia. Si no los interceptan en el momento en que cometen un robo o una amenaza no pueden hacer nada. No se los puede apresar por andar con medias o repasadores, y si los meten presos, los fiscales o los jueces los liberan por teléfono”, expresó un comerciante informal de la zona que conoce como la palma de su mano cómo actúan estos delincuentes.
El panorama en la zona del microcentro cambia según la hora. Por la noche, los que aparecen con los repasadores y las medias, sumados a los que piden plata sin más, aumentan su nivel de violencia.
“Te persiguen y te gritan para que les compres algo. Si los ignorás, la insistencia y los gritos se convierten en agresiones verbales, amenazas y, en algunos casos, en violencia física”, indicó un comerciante que tiene un negocio en las adyacencias de Corrientes y Suipacha.
Además de los que llegan del conurbano, también están los ladrones que duermen en la calle o recurren a los recintos de los cajeros automáticos. Para evitar dicha situación, los responsables de seguridad de algunas sucursales bancarias de la zona decidieron cerrar con llave las puertas de esos sectores, lo que provocó que, aunque se pase la tarjeta por el lector, la puerta continuará cerrada, lo que obliga a buscar otro cajero.
“Durante el día los tenemos en la puerta del local y acosan a la gente. A veces se ponen muy intensos, entran con los clientes y tenemos que pedirles que se vayan. Y también nos insultan y amenazan. Cuando cierro el negocio, después de las 22, todo es más complicado. Se aprovechan de que las calles están vacías y te siguen durante una cuadra hasta que les comprás algo. Algunos también llegan a robar”, expresó Darío, otro comerciante.
Además de apuntar al arrebato de celulares en la modalidad descuidismo, los ladrones usan la venta de repasadores y medias para rodear a las víctimas y robarles las billeteras o el dinero que llevan encima. Eligen a sus víctimas por su aspecto de turista ante la presunción de que llevan dólares, lo que hace más interesante el botín.
“Continuamente tengo que echar a adultos que entran con chicos a los que les hacen vender en el local. Es algo constante. Tal vez entre ellos existe alguien que necesite realmente vender y que sea honesto, pero lamentablemente muchos son ladrones o acosan a los clientes y se ponen violentos”, recordó Gabriel, encargado de un local gastronómico de la zona.
Los mozos de un conocido bar de los alrededores de la Plaza de Mayo dan cuenta de lo que denominan “una propagación descontrolada” de la venta ambulante.
“Si ofrecen con respeto no les decimos nada, pero cuando se instalan, se ponen insistentes u hostiles con los clientes los tenemos que sacar”, dice Leonel Crespo, un mesero de 22 años que agrega que “a varios los ves que deambulan en un estado muy complicado”, en clara alusión a que están bajo los efectos de sustancias que los embotan o que desinhiben sus impulsos más violentos.
Afirma, sin embargo, que en esos alrededores los robos organizados son episodios menores, y que se nota un refuerzo de la presencia policial en el último tiempo.
“Acá siempre hay un policía parado, nosotros seguimos teniendo muchas mesas afuera, algo que otros bares han decidido retirar, y no tenemos problemas. Si hay un robo es algún arrebato al paso, en el que arrancan cadenitas de alguna víctima y corren hacia alguna boca de subte”, remarca.
Constanza y Agustina Gatti tienen 27 y 29 años, respectivamente. Son hermanas, vecinas de Montserrat, y están a cargo de un puesto de diarios sobre la peatonal de Florida, casi Corrientes, corazón de las “cuevas” financieras de la city.
La percepción de la sensación de seguridad en la zona para ellas es diferente. “La policía brilla por su ausencia”, sostienen.
Según sus relatos, los que se conocen como “rastreros” y “carteristas”, dedicados al hurto y el arrebato, están a la orden del día y suelen “disfrazarse de vendedores de medias, pañuelos descartables o colitas para el pelo” para despistar.
“Nosotras vemos cómo se manejan, cómo se comunican y organizan para abordar, sobre todo, a los turistas, que vienen más relajados, o a los mayores, que son más vulnerables”, dicen.
Además, afirman que la calle tiene su monopolización, ya que “siempre son los mismos” y “en su mayoría son jóvenes, incluso pibes de hasta 14 años”.
“Hace un tiempo atrás a un pibe se lo llevaron por robar, se ‘borró’ por tres meses y la semana pasada volvió a aparecer”, cuentan las hermanas. Por otro lado, indican que este tipo de maniobras se llevan a cabo “durante el día, en medio del bullicio, cuando más gente hay” y que, paradójicamente, a la noche disminuyen.
Daniel López es encargado de un edificio de Reconquista y Sarmiento desde hace casi tres décadas. Afirma que en ese sector “casi no hay ningún delito” porque “es una zona de bancos” a resguardo de “muchos policías, algunos hasta de civil”.
Recuerda que “hace unas semanas una ‘mechera’ entró en un local de ropa, quiso manotear algo, y la atraparon al instante”.
Y amplía: “Ves que algunos pasan, fichan, pero saben que hay mucha vigilancia y siguen de largo”. Por otro lado, hace hincapié en que “la gente misma se inhibió de ciertas conductas como exhibir cadenas o usar los teléfonos en la calle, y los bares ya casi no tienen muchas mesas en las veredas”.
A pocas cuadras está Alejandro, un kiosquero de 50 años que tiene su local sobre la calle Maipú. “Lo que se suele ver cada vez más es gente durmiendo en la calle, muy por encima de algún robo”, señala.
La degradación del microcentro de la ciudad se profundiza sobre calles laterales y en dirección al Obelisco. Allí, se expone una dura realidad: indigentes revolviendo la basura, consumos problemáticos, edificios venidos a menos, fachadas saqueadas, locales cerrados que llevan tiempo con carteles de alquiler y pilas de residuos.
Cuando se va el sol y las persianas de los negocios se bajan, personas solas o familias enteras apilan lo poco que tienen, como cartones o colchones en el mejor de los casos, para dormir y pasar la noche en los frentes de construcciones, negocios o teatros en estado de abandono.
“Yo paro a la vuelta de aquel kiosco, cerca de Lavalle. Me quedé en la calle hace cinco años, cuando me separé de la madre de mi hijo y nunca más pude salir. La situación está muy fea, anoche me robaron lo último que tenía, que era una mochila. Los pibes más jóvenes están muy perdidos en el consumo, en drogas muy dañinas como la pasta base”, cuenta con crudeza Enrique, un hombre de 48 años.


